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José Pablo Rojas González, docente de la Escuela de Estudios Generales
Soltemos la lengua

Memoria y trauma en “El circulante” (2018), de Uriel Quesada

La literatura puede incidir en la “distribución de lo sensible” (Jacques Rancière). Este cuento nos lleva a reconocer el lugar de las subjetividades que han sido excluidas o invisibilizadas por los discursos dominantes
1 feb 2023Artes y Letras

“Sin embargo, toda historia personal tiene un eco en una comunidad más grande, la cambia, la mejora o la daña” (Quesada, 2018, p. 104).

 

La invención y el olvido (2018) es un libro de relatos del escritor costarricense Uriel Quesada. Hoy voy a referirme a uno de los trabajos incluidos en dicho texto: “El circulante”. Este relato expone el proceso que lleva al narrador —un hombre homosexual— a recordar un evento traumático (un abuso sexual), que él, sin estar consciente de ello, mantenía bloqueado.

El suceso es profundamente personal, pero al mismo tiempo, como veremos, forma parte de una red de personajes y de situaciones que solo nos permite pensarlo como un fenómeno intersubjetivo. La narración es realmente una labor reconstructora de la memoria del protagonista, quien logra traer al presente, por cuestiones aparentemente azarosas o involuntarias, el abuso que sufrió siendo solo un niño.


“El circulante” es uno de los relatos de La invención y el olvido (2018), de Uriel Quesada. Imagen: portada del libro, cortesía de José Pablo Rojas González.

 

De acuerdo con la investigadora alemana Aleida Assmann, para el estudio de la memoria (incluso, como sucede en el caso que vamos a ver, de una memoria individual y ficcional) es necesario plantearse las siguientes preguntas: 1. ¿Quién recuerda? 2. ¿Quién es recordado? 3. ¿Qué está siendo recordado? 4. ¿Cómo están siendo recordados? (Assmann, 2016, p. 46).

Estas preguntas nos ayudarán a determinar las distintas perspectivas que se cruzan en la búsqueda del protagonista, así como las distintas emociones (melancolía, vergüenza, culpa, sufrimiento, etc.) que sustentan los recuerdos (o los silencios) que conforman la narración. Como asegura Elizabeth Jenlin: “no se trata de mirar a la memoria y el olvido desde una perspectiva puramente cognitiva, de medir cuánto y qué se recuerda o se olvida, sino de ver los «cómo» y los «cuándo», y relacionarlos con factores emocionales y afectivos” (2012, p. 53).

Con lo anterior, procedamos ahora con nuestra lectura de “El circulante”. El protagonista inicia su relato haciendo referencia a cómo, en medio de una reunión tediosa, se le vino a la cabeza “el Chevrolet Bel Air de dos puertas, modelo 1957, del primo Lalo Arce” (Quesada, 2018, p. 89). Un elemento cotidiano activa el proceso que lo transporta a su niñez, con sus padres y otros familiares. La familia, como explica Assmann, es fundamental para entender la importancia de la producción y reproducción de vivencias y, consecuentemente, de recuerdos (ligados, no hay que olvidar, con emociones que marcan nuestras historias).

La mención al primo no es, por lo anterior, casual. Acordarse de Lalo Arce (de sus gestos, de su carrera, de su disposición, de su automóvil…) es, para el protagonista, empezar a armar un rompecabezas de memorias, con piezas sueltas e, incluso, faltantes. Sin embargo, son ellas las que constituyen su historia de vida, el puente entre quién es y quién era, según se afirma en el texto: “Desde niño me he dedicado a los autos de juguete, […] en un intento de recuperar lo bello de la niñez —algo que en mi caso son piezas sueltas— el coleccionismo me ha servido para establecer puentes entre quién soy en este momento y mis orígenes” (Quesada, 2018, p. 90; cursiva en el original).

La metáfora de la memoria como un rompecabezas es importante comentarla. Como bien sabemos, el juego consiste en una serie de partes que conforman una figura, una imagen, un todo… El jugador debe encargarse de combinar las piezas, de manera que solucione el problema que esas piezas sueltas representan. Cada pieza ofrece un adelanto de ese todo, el cual solo será accesible de forma completa una vez que se unan los elementos (al menos la mayoría de ellos).

Con lo dicho, es claro el planteamiento que encontramos en el texto de Quesada, el cual nos presenta la memoria del protagonista como un trabajo de reconstrucción por piezas. La misma narración es un rompecabezas, no solo para el personaje, quien va descubriendo cosas de sí mismo, sino, también, para los lectores, los cuales resolveremos, con el protagonista, el misterio que envuelve su vida.

No hay que olvidar, como explica Assmann, que la memoria (con todo y sus vacíos) es lo que nos permite construir el sentido de nuestra propia identidad. En este caso, la identidad del narrador protagonista está determinada por sus “dificultades para vivir”, para encontrar la “belleza” en sus experiencias.

 


Con La invención y el olvido, Uriel Quesada ganó el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de Literatura en la categoría de Cuento. Imagen tomada de https://urielquesada.com.

En este punto, hay decir que el narrador está marcado por cierta melancolía que lo acompaña desde su niñez. La melancolía la podemos entender como una especie de “muerte fantasmal” (según la explica Sara Ahmed). Esta muerte se da a partir de una pérdida que se mantiene en el yo como una herida interna. Lo anterior, debemos ligarlo con el trauma, el cual es explicado por Assmann como una “herida psíquica”, producto de experiencias de violencia extrema, que provocan síntomas desconcertantes...

Al respecto, veamos lo que sucedía con el protagonista en su niñez. Asegura el narrador: “En general, yo no les di mucho problema a mis padres, excepto cuando empecé a vomitar en casi todo tipo de reunión social” (Quesada, 2018, pp. 90-91). También, en otro punto, dice: “me volví retraído desde muy pequeño, lo que me ha llevado a una de esas ocupaciones en las que puedo pasar el día entero tras una computadora, con el mínimo contacto humano” (Quesada, 2018, p. 91).

El vómito constante y su carácter retraído desde la niñez son síntomas de un trauma; sin embargo, en este punto de la narración, no los podemos asociar con nada. Ni siquiera el narrador ve el vínculo, precisamente porque el evento traumático se mantiene inaccesible para él.

Afirma Assmann: “El trauma psíquico se relaciona con experiencias de violencia extrema que amenazan la vida y que son profundamente lesivas, la fuerza de dichas experiencias puede romper el escudo de estímulo de la percepción y ellas no pueden procesarse psíquicamente debido a su cualidad extraña y amenazante para la identidad de la víctima” (2016, p. 74; la traducción es mía).

Para sobrevivir a tal experiencia, asegura la investigadora, se activa un mecanismo de defensa que hace que el individuo registre el evento, pero lo separe de la consciencia. El evento está ahí, no se puede olvidar y, sin embargo, se mantiene “aislado”. El cuerpo, en este caso, revela lo sucedido a través de alteraciones diversas, que pueden ir desde tics hasta desordenes identitarios: “las víctimas experimentan perturbaciones a largo plazo en el desarrollo de sus personalidades, debido a la presencia de un pasado amenazante, aprisionador e inmanejable. Los síntomas del trauma a menudo pueden aparecer por primera vez años después de la experiencia traumática” (Assmann, 2016, pp. 74-75; la traducción es mía).

La pasión del protagonista por los autos lo lleva a investigar quién de su familia podía aún tener el del primo Lalo Arce. Para ello, acude al tío Jesús María, quien, al escuchar el nombre de Lalo Arce, le insiste en que es mejor no saber: “—Así que andás buscando información sobre Lalo Arce. Mejor no saber de él, hay que respetar a los muertos” (Quesada, 2018, p. 97).

Incluso antes, el tío había asegurado que “«La memoria no tiene que sobrevivir. Si es posible, debería desaparecer antes que vos»” (Quesada, 2018, p. 97). Como vemos, él moviliza una “política del olvido” que se torna altamente sospechosa. Evidentemente, son ciertos factores emocionales y afectivos los que movilizan la frase dictada por este anciano, quien se mantendrá en dicha racionalidad, incluso en relación con lo sucedido con su sobrino…

Lalo Arce ya había muerto y el argumento del tío era que a los muertos había que dejarlos tranquilos. Este argumento está vinculado con el pensamiento religioso cristiano, el cual manda a proteger la “dignidad” del difunto y señala a Dios como el único capaz de juzgarlo. El muerto se liga al olvido, de manera que ya no hay nada que decir sobre él. Por eso, el tío no le da información alguna al protagonista.

Como vemos, la recuperación de la memoria, incluso de una memoria familiar, puede toparse con este tipo de barreras que impiden una reconstrucción más precisa de lo ocurrido. Esto sucede, sobre todo, en el caso de recuerdos y personas ligadas con eventos que se valoran como “problemáticos”. Por ello, como asegura Assmann (2016, p. 59), es necesario desarrollar una memoria ética; es decir, una memoria que trascienda los intereses personales o grupales, para darles a las víctimas de hechos traumáticos el lugar debido, sin caer, claro, en un proceso de revictimización y de objetivación de sus existencias.

Ante la negativa del tío, el protagonista decide acudir a su madre, a sus recuerdos. Su madre, aunque tampoco le da una respuesta clara, sí le ofrece nueva información: le dice que Lalo Arce no era realmente un médico, sino un circulante (un ayudante de bajo rango en un hospital), y que murió por enfermedades asociadas con el sida: “Vivía en un cuartito que unas personas le alquilaban. [­­…] —Algunos de nosotros pusimos plata para pagarle el entierro. […] —Pero mucha gente le debía favores. ¿No le ayudaron? —Mirá, estamos hablando de los ochentas [sic] y de esa enfermedad a la que todos le tenían miedo” (Quesada, 2018, p. 100).

Como podemos deducir a partir de la afirmación de la madre, la memoria de Lalo Arce estaba siendo “protegida” con un pacto de silencio. Hablar de Lalo Arce implicaba rememorar la “indignidad” de su muerte, sobre todo por el vínculo que se creó, desde los ochenta, entre la “enfermedad” y la homosexualidad. Hay, pues, un acuerdo entre estos familiares, que, sin embargo, daña al protagonista, en tanto le impiden acceder a la información que necesita. Por supuesto, como veremos, los silencios del tío y de la madre van más allá de las causas de la muerte de Lalo Arce y su homosexualidad...

Asegura el narrador: “Para cuando él murió yo ya era un adulto […]. Yo mismo había olvidado por completo a Lalo Arce y los míos, con prejuicios o sin ellos, habían atestiguado su muerte y se habían hecho cargo de sus restos sin que yo lo supiera. ¿Pero por qué yo no lo supe? Tal vez como el tío Jesús María, yo también jugaba a sepultar la memoria, o como mi madre tenía una lista de palabras impronunciables y una excusa para protegerme del dolor o la incomodidad” (Quesada, 2018, p. 101).

Con lo anterior, no hay que desligar la reflexión del protagonista de su historia personal. Es decir, no podemos dejar de vincular su reacción ante lo sucedido con Lalo Arce con su experiencia de abuso sexual, aunque a él aún no se le haya revelado en la consciencia. El no querer saber de su primo, de su familia, así como los sentimientos de miedo y de vergüenza que experimenta, también se pueden explicar en relación con su trauma.

 

Portada del libro Shadows of trauma, de Aleida Assmann. Imagen: cortesía de José Pablo Rojas González. 
 

 

Lalo Arce fue una víctima de la pandemia y de la sociedad patriarcal en la que vivió, pero también fue un victimario, y provocó mucho sufrimiento en el protagonista, lo cual se revela en sus vacíos de memoria e incluso en su disociación de muchos de sus recuerdos. Asegura el narrador: “En mi cajón de chistes guardo uno que va más o menos así: «Cuando finalmente me decida a escribir mi autobiografía, tendré que recurrir a mis amigos para que me cuenten mi propia vida»” (Quesada, 2018, p. 101).

La “investigación” del narrador lo lleva a consultarle a su amigo Martín Sancho sobre Lalo Arce. Martín, sin embargo, no tenía memoria de él: “¿Alguna razón para recordarlo? Le escribí que había muerto en los ochentas presumiblemente de SIDA y que también había sido un personaje importante para mi familia cuando yo era muy niño. Los ochentas, fue su comentario, en esa época vos y yo teníamos mucho miedo [sic]” (Quesada, 2018, p. 102; cursiva en el original).

El miedo aparece acá como un elemento que ratifica los bloqueos de la memoria, vinculados, en este caso, con el VIH y el sida y con la situación sociopolítica experimentada por los homosexuales en dicha década, en Costa Rica. El miedo, como explica Ahmed, “funciona a través y sobre los cuerpos de quienes se ven transformados en sus sujetos, así como en sus objetos” (2015, p. 105). Es, por lo tanto, una emoción que, de acuerdo con su intensidad, define en muchos sentidos la constitución identitaria de los individuos, por lo que tiene consecuencias que van más allá del momento inicial en el que se siente miedo. Así, hay que entender el fenómeno del VIH/sida como un gran trauma colectivo, que, en el relato de Quesada, se pone en diálogo con el trauma personal del protagonista.

Finalmente, el narrador decide acudir a su hermana, quien podía darle las claves para resolver el misterio de su niñez. Sigue la narración: “—¿Vos sabías que Lalo Arce nunca fue doctor? […] Mi hermana se tomó su tiempo para pensar las palabras correctas. —Lalo Arce fue tu doctor hasta cuando empezaste a vomitar en todas partes… —¿Y en qué sentido fue mi doctor? —Te examinaba —otro momento de duda, otra búsqueda de las palabras adecuadas. —A puerta cerrada, vos y él en el cuarto de los papás; a veces la mamá presente, a veces no… Terminé la llamada abruptamente, y no contesté cuando mi hermana intentó comunicarse conmigo” (Quesada, 2018, p. 105). El relato concluye con esta revelación que, como vemos, altera al protagonista hasta el punto de dejarlo sin palabras (no hay que ignorar que tener consciencia de la “herida” también puede ser profundamente traumático).

 

Portada del libro La política cultural de las emociones, de Sara Ahmed. Imagen: cortesía de José Pablo Rojas González.

De acuerdo con lo visto, es claro que el cuento de Quesada expone el proceso de reconstrucción de la memoria como una suerte de pesquisa. La memoria, entonces, no es necesariamente algo que se tiene, sino algo que se indaga y se reúne, sobre todo en el caso de una memoria traumática, muchas veces reducida por silencios, olvidos, ocultamientos, mentiras…

La memoria autobiográfica y ficcional de “El circulante” está determinada por “recuerdos episódicos”, los cuales cargan con la perspectiva de cada individuo, cargan con su forma de ver el mundo, de entenderse en él y con los otros. De ahí que las “economías de la memoria” planteadas en el relato dependan de elementos que van más allá del recuerdo mismo.

Además, hay que considerar la fragmentación de la memoria episódica: estamos ante un relato tardío de recuerdos que, como en un rompecabezas, va tomando forma, se estructura, se completa y se estabiliza poco a poco, gracias al esfuerzo del protagonista, quien se encarga de hacer preguntas (muchas veces incómodas) y de narrar sus descubrimientos.

La historia que nos ofrece el protagonista se centra en su “herida psíquica”, aunque él no la reconozca hasta el cierre del relato. Es una historia de violencia profundamente lesiva, que se relega a la inconsciencia como una forma de autodefensa, según lo explicado por Assmann. Solo después del proceso de reconstrucción de su memoria personal y familiar, logra traer ese evento al presente (casi 50 años después).

Finalmente, el desarrollo de un tema como el señalado no solo tiene importancia teórica, sino que, además, es un ejemplo de cómo la literatura puede incidir en la “distribución de lo sensible” (la expresión es del filósofo francés Jacques Rancière). Es así, en tanto este cuento nos lleva a reconocer el lugar de subjetividades que han sido excluidas o invisibilizadas por los discursos dominantes. Sobre todo, por aquellos discursos que, dentro del orden patriarcal, obligan a las víctimas masculinas a callar de manera más rotunda los abusos que han experimentado.

Si ya de por sí existe un “pacto de silencio” que se instaura como una condena sobre las vidas de los niños agredidos sexualmente por algún miembro de su familia (protegido por dicho pacto); existe, además, un “pacto de silencio social”, que hace que las víctimas oculten la realidad de sus experiencias, que cancelen —por la vergüenza que desarrollan— la posibilidad de hablar sobre un tema cargado de estigma. Así, no solo victimiza quien comete el abuso; también lo hace la sociedad que obliga a callarlo, que no ofrece las herramientas para luchar contra estas formas de violencia o que trata a las víctimas como “objetos” (de Lagasnerie, 2022, p. 18).

Bibliografía

Ahmed, Sara. (2015). La política cultural de las emociones. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Assmann, Aleida. (2016). Shadows of Trauma. Memory and the Politics of Poswar Identity. New York: Fordham University Press.

De Lagasnerie, Geoffroy. (2022). Mi cuerpo, ese deseo, esta ley: Reflexiones sobre la política de la sexualidad. Buenos Aires: El cuenco de plata.

Jenlin, Elizabeth. (2012). Los trabajos de la memoria. Lima, Perú: IEP Instituto de Estudios Peruanos.

Quesada, Uriel. (2018). La invención y el olvido. San José, Costa Rica: Uruk Editores.

 

“Soltemos la lengua” es una sección del proyecto Esta palabra es mía, un espacio de divulgación lingüística y literaria. 

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