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Recién salido del horno

Libros, cajas y maletas

Te presentamos un relato de Sebastián Arce Oses... elegantemente servido para consumir calientito
17 dic 2021Artes y Letras

Sebastián Arce Oses, profesor de la Sede de Guanacaste, nos presenta el primer texto de "Recién salido del horno".

El ventilador es mi consuelo en esta noche sauna. Sudo ideas que se vuelven puntos negros. Voy tomando de la biblioteca grupos de libros sin tratar de meditar su origen. Vuelvo a mudarme, lugar común de un cuerpo que no le haya acomodo a un espíritu de viento.

¿Por qué nos mudamos quienes atesoramos estos objetos pesados e incómodos, imposibles de simplificar al volumen del byte, cuando tu fetiche es tenerlos a mano, idilio que se parece al de El paraíso perdido ilustrado por Doré? Al igual que los personajes de novelas, nos buscamos mientras nos movemos, y como pasa con los personajes de Bolaño, hay otros —lectores de vidas— que nos siguen la pista, nos encuentran, nos pierden, y algunos, incluso en lo remoto, se mantienen siempre cerca. Una historia no escrita no cabe en las cajas. Buscamos esa historia. Andar ligero es un sueño atroz, pero sueño, en fin, que realizamos como hippies mientras las cajas se llenan y llaman a otras a la fiesta.

He separado 50 libros para el fondo de una futura librería, uno de los tantos negocios ideados para flotar en el mar picado de este tiempo: el parricida Dimitri comparte maleta con los 568 prólogos de Macedonio. Una lluvia amarilla me recuerda que la poesía también se imprime rítmicamente en la narrativa, presiona a La ciudad de los monos de una Costa Rica que apedreaba a protestantes y académicos a principios del siglo XX. Libros que he leído, he encriptado y que igualo en una maleta con el fin de que haya un catálogo y pronto, viviendo cerca de la playa, con la faja del ahorro y el emprendimiento bien amarrada, pueda comprarme un yate con las ganancias de los libros que venderé en el boulevard a los pocos gringos y residentes que circulen en carritos de golf.

Siempre exagero los imaginarios, por eso, a esta maleta que se me antoja aun con sus ruedas quebradas a una colorida carreta de Sarchí, le agrego libros que no he leído por falta de tiempo, por pereza, por letras diminutas o porque demandan espacio. Gignol’s Band, de Celine, para quien me guardo como un virgen que sueña desflorarse con El viaje al final de la noche. Le doy El largo adiós a Raymond Chandler, libro nuevo y barato que encontré en Bogotá mientras en la calle llovían piedras y gases, que no leo porque espero —y recalco, espero— leerme en inglés. Ni siquiera La velocidad de la luz se escapa, la empecé y abandoné, pero se la presté a mi compa Julito y le matizó la historia.

Los compas están para recordarte que hay otras versiones, hay otras lecturas. De compas y apartamentos he aprendido que hay espejos en donde el reflejo no siempre se complementa con el cuerpo. De mudarme y de las cajas, que todo es transitorio y solo cargamos y sufrimos lo que no soltamos.

Sufro, amo y suelto los libros.

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