Ani Brenes empezó siendo estudiante de Biología en la Universidad de Costa Rica en los convulsos años de la lucha contra el establecimiento de la Aluminium Company of America (Alcoa) en el país. Sin embargo, cuando se enfrentó a la tarea de diseccionar ranas, abandonó su idea de estudio porque aquello no rimaba con lo que había sembrado en su corazón. Fue así que prefirió invertirse por completo en la crianza de sus hijos y en sacar adelante a su familia.
Su primer contacto con la docencia fue como maestra de Educación Religiosa, materia con la que logró integrar a todos sus estudiantes, incluso a aquellos que no la recibían, gracias a que siempre tuvo muy claro que su tarea consistía en sembrar valores y no dogmas. Para estas primeras experiencias en el aula, Ani apelaba al juego, a las dinámicas y a la lectura de cuentos y poesías.
Con este bagaje y con el impulso de su hija mayor, quien ya cursaba estudios universitarios, Ani Brenes regresó a la UCR a estudiar lo que su corazón siempre le indicó: Educación Primaria. ¡Fue todo un reto! El trajín de ir de la casa al trabajo, del trabajo a la universidad y de la universidad a la casa no fue impedimento para que su mente creativa empezara a crear poesías y cuentos infantiles. A veces lo hacía mientras viajaba en un autobús o para evadir el sueño de alguna clase aburrida.
Sus creaciones las sometía al escrutinio más riguroso: sus estudiantes. Con generosidad, compartía sus textos con sus colegas y creaba cuentos y poesías para la celebración de efemérides y actividades especiales en la escuela. Sin embargo, el antes y después lo marcaría su encuentro con la escritora Luisa González Gutiérrez, a quien entrevistó como parte de un trabajo de su carrera. Ani aprovechó la conversación para pedirle que leyera algunas de sus obras y le hiciera recomendaciones. Doña Luisa la adornó con halagos y la puso en contacto con un taller literario. Ese fue el inicio de un próspero cultivo literario que aún rinde frutos.
Preguntas mágicas, No hay palabras, los cuentos se las comieron todas y La risa de los niños son solo tres de los más de 40 libros publicados por Ani Brenes, la mayoría de ellos con cuentos y poesías infantiles. Y su producción no termina, porque tiene dos libros sometidos al análisis editorial para su publicación el próximo año. Además, para el mismo 2022, espera publicar un manual de talleres ambientales, un libro que recopila historias de sus estudiantes y una antología que reunirá su poesía a lo largo de 20 años.
Esta palabra es mía se reunió con Ani Brenes para conversar sobre su producción literaria infantil marcada con esa ternura que recibió de su abuela y que ha sido material de uso cotidiano en las aulas escolares de todo el país.
¿Por que es importante escribir para la niñez?
AB: Porque, primero que nada, se está escribiendo para uno mismo. Es como mantener ese estado maravilloso de inocencia, de curiosidad y de descubrimiento. Nosotros fuimos niños y también pasamos por eso, pero se nos olvidó. La mayoría de las veces a las personas se les olvida, piensan que haber sido niños es haber sido pequeñitos. No, no, no. Era tener un ramillete de cualidades especiales, por ejemplo, rasparse una rodilla con la acera y enojarse con la acera. Cuando la mamá decía “qué acera más tonta”, a nosotros se nos aliviaba la rodilla inmediatamente. Algo muy importante: la ternura, que de alguna manera e independientemente del hogar en el que nos hayamos criado siempre existían esos espacios.
Tuve la dicha de cumplir un sueño en algún momento de mi vida. Cronológicamente no tiene nada que ver con lo que hacen los demás, que vas al kínder, a la escuela, al colegio, a la universidad, te graduás y trabajás. En mi caso no, por ahí tuve un retroceso, pero después decidí retomar el sueño mío de pequeñita de ser maestra. Tenía demasiados referentes a mi alrededor y yo quería ser como ellos. Inmediatamente, eso se hizo un molote con lo que era la literatura, porque el tener en las manos a los niños, el tener que trabajar con ellos, si es que se puede decir “trabajar con ellos”, disfrutar con ellos, compartir con ellos, aunado a recuerdos de infancia, es perfecto.
Escribir para niños reforzó ese sueño de ser docente y esa labor que llevé a cabo por más o menos 20 años, aunque nunca se termina, porque sigo con los nietos. Para mí fue así, todo empató muy bien. En algún momento la vida nos da sorpresas, se nos desordena, no sabemos dónde están las piezas, pero también en algún momento comienzan a suceder milagros y, de pronto, te das cuenta que aquella pieza iba aquí y que esta otra iba por este lado. ¡Qué interesante! Y te das cuenta que podés cumplir tus sueños, no importa en el momento que sea.
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¿Podríamos decir que su inicio en la docencia fue de la mano con su exploración literaria?
AB: Sí, definitivamente. Comencé como docente en Educación Religiosa. Yo llegaba toda emocionada, llena de materiales e historias y de cosas que contar y, de pronto, el aula se me iba desgranando porque algún chiquito decía “Niña, yo no recibo”, y otra decía “es que mi mamá dijo que yo no podía estar en esta clase” y otro me decía “es que yo traigo una carta del pastor porque yo no puedo estar aquí”. Para mí fue muy chocante, pero lejos de aflojarme, me fortaleció muchísimo y convertí las clases en algo diferente. Siempre fui muy rebelde.
Empecé a darme cuenta que, por medio de la canción, de la poesía y de los cuentos, yo podía dar mis clases, porque en realidad no era educación religiosa católica, yo estaba dando clases alegres y de valores. Hablaba de Dios, por supuesto, pero en otro sentido: un padre amoroso para quien no había ninguna diferencia. Entonces, comencé a trabajar con los que me quedaban y fue divertidísimo porque hablábamos, jugábamos y aprendíamos. Empezábamos por una experiencia terrenal, conversando de las cosas cotidianas, luego iluminábamos aquello con alguna cita bíblica, que generalmente la cambiaba (en algún momento de intimidad con Dios, le decía “Ay, Tatica Dios, perdoname, pero yo tengo que cambiar esta cita), la iluminábamos con esa cita que yo le ayudaba a los Evangelistas para que se entendiera y luego había que aterrizar porque la idea era que nuestra conducta reflejara la voluntad de Dios para todos.
Entonces, dentro de ese proceso me quedaba perfecto el cuento, el juego, las carreras al patio, los concursos y, de pronto, yo tenía cinco alumnos en el aula y diez por la ventana, porque empezaban a sentir que yo no llegaba a predicar ni a aprendernos oraciones. Yo tuve muy claro eso desde que estaba chiquita con mi abuela, cómo era esa relación y para mí era maravillosa. Incluso muchos niños que no recibían Educación Religiosa terminaron participando en concursos de quién le ponía más flores al altar de la Virgen María, porque llenarle un