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Rosaura Chinchilla Calderón

Docente, Facultad de Derecho

Por Rosaura Chinchilla Calderón

Voz experta. Androcratemia: género, poder y democracia en la academia

2 oct 2025Sociedad

Nuestro país se ubica sobre un campo minado: cada paso en falso de las últimas décadas ha erosionado el pacto social que nos sostuvo y dinamita pilares como la autonomía universitaria. El regateo de recursos del FEES, las leyes de empleo público y la desvalorización de la educación superior no son incidentes aislados, sino síntomas de un desgaste estructural que también se refleja en la propia comunidad universitaria.

El mundo tampoco ofrece un respiro. Autoritarismos renovados, guerras y genocidios ignominioso y neofascismos que creíamos superados asedian democracias frágiles y contaminan los espacios académicos, ahora exponenciados por los alcances de los algoritmos y las inteligencias artificiales. En ese marco, los derechos se negocian a la baja y retroceden.

Mientras tanto, en casa, feudos internos de poder dibujan un panorama poco alentador frente al cual urge reaccionar.

Una historia de congresos con deuda pendiente

La UCR se fundó en 1940 según ley No. 362 y abrió sus puertas un año después. Fue el primer centro educativo superior moderno y formalmente laico del país ya que la Universidad de Santo Tomás (creada en 1843 y disuelta en 1888) era de orientación pontifica y solo contaba con las Facultades de Teología, Derecho y Letras.

La UCR funcionó como único centro de estudios superiores en el país por décadas, luego de lo cual se crearon otras universidades públicas [el Instituto Tecnológico de Costa Rica (1971), la Universidad Nacional (1973), la Universidad Estatal a Distancia (1977) y la Universidad Técnica Nacional (2008)] y, desde 1975, inició la educación universitaria privada con fundación de la Universidad Autónoma de Centroamérica (UACA) seguida por una plétora de entidades, de diversa calidad, hasta contabilizarse más de 50 en la actualidad.

La UCR fue la unión de facultades que ya existían bajo la vigilancia de diversas entidades y otras que nacieron y se fueron creando sin una unificación homogénea e integradora. Por ello, su quehacer se fue ajustado mediante la reflexión intra-orgánica por medio de los congresos universitarios que, a esta fecha, suman siete y un octavo está en curso. Estos congresos han sido espacios de autocrítica y reforma. Algunos marcaron hitos, como el tercero (1971-72), que transformó la estructura académica, o el quinto (1990), en el que por primera vez se instauró una comisión para reflexionar sobre “la mujer universitaria”, así, en singular, desde la invisibilización de las realidades diversas: mujeres indígenas, afrodescendientes, interinas o con discapacidad.

Democracia universitaria: el ángulo olvidado

El VIII Congreso Universitario de la UCR se desarrolla bajo el lema: “La construcción de la Universidad del futuro en respuesta a las necesidades nacionales y globales”. Una consigna esperanzadora, pero que quedará en palabras si no se afronta la deuda histórica con la democratización universitaria tanto externa —para llevar oportunidades educativas a las zonas costeras, rurales, indígenas y marginales: para repensar modelos de cogestión interuniversitaria pública y con colegios y para modificar las pautas de admisión en aras de ampliar el acceso, sin desmejorar la calidad educativa— como con la interna para modificar las pautas de elección de las autoridades universitarias y disminuir o eliminar las brechas que hoy caracterizan el quehacer universitario.

Entre estas brechas se encuentran distorsiones como

el desigual peso de las voces en la deliberación interna según se provenga del sector académico, administrativo o estudiantil;

las desigualdades entre el personal académico de la sede central frente a las sedes regionales;

la subrepresentación de visiones del personal docente en condición de interinazgo frente al adscrito a régimen académico.

Sin embargo, la brecha más persistente es la de género: no es lo mismo desarrollarse en la academia como hombre que como mujer. A ello se suman condicionantes interseccionales de estas que generan nuevas estratificaciones. Mujeres interinas, en sedes regionales, indígenas, afrodescendientes o con alguna condición de discapacidad, para citar solo algunos casos, estarán en el vértice de las discriminaciones. Por ello, aunque es vital reflexionar sobre todas las formas de democratización, aquí me centraré en esta última.

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Fotografía del III Congreso Universitario “Universidad y sociedad” Fuente: Archivo Universitario Rafael Obregón Loría. ¡Los académicos no pueden seguir viendo para otro lado!

“Androcratemia”

Podríamos denominar caprichosamente como “androcratemia” el estado patológico de una comunidad de saberes en donde el poder masculino se naturaliza, reproduce y legitima como si fuera parte de su funcionamiento vital. El término une las raíces griegas “andrós” (hombre, varón), “Kratos” (poder, dominio) y “-emia” entendida tanto como sufijo de patologías sistémicas en biomedicina (al estilo de “anemia o septicemia”), cuanto como morfonema final de la palabra “academia”.

Y este es, precisamente, el estado de las cosas en la UCR. Para evidenciarlo basta mencionar unos pocos datos: en más de 80 años de historia solo ha habido una rectora propietaria; la cantidad de profesoras eméritas y catedráticas es escandalosamente menor respecto de sus pares varones y la composición de las Asambleas de Facultad, Consejos Científicos de Institutos de Investigación y de paneles académicos convocados sigue siendo mayoritaria o exclusivamente masculina. De esto existe múltiple evidencia y estudios liderados por CIEM o basta afinar la mirada para revisar todo nuestro quehacer cotidiano.

Pese a ello, los acuerdos formales adoptados por las instancias administrativas y de gobierno de la UCR sobre la discriminación contra las mujeres universitarias en todos los campos, y en particular en la docencia, han sido pocos y no exentos de resistencia. Por ejemplo, en 2020, el Consejo Universitario (CU) aprobó el proyecto Mujeres en la bibliografía para: “1. Exhortar a la comunidad universitaria a desarrollar procesos reflexivos que permitan identificar las desigualdades de género presentes en la academia, para así tomar medidas concretas, a fin de erradicar las inequidades existentes. 2. Fomentar la participación de las mujeres en los diferentes ámbitos de la Institución, en condiciones de igualdad. 3. Instar al personal académico a incluir el trabajo producido por mujeres en la bibliografía de los programas de los cursos.” El CU también se comprometió a incluir la perspectiva de género en el trabajo cotidiano de la Universidad y a elaborar diagnósticos anuales sobre el estado interno de la igualdad de género. Por otro lado —gracias en buena parte a las denuncias públicas— se han empezado a depurar los mecanismos de gestión de los procesos por acoso sexual en la docencia. Se han creado iniciativas como Publicare para estimular la producción académica de mujeres y su ascenso en régimen académico y recientemente (2024 en adelante) surgió  la Unidad de género de la UCR y de la Red de Mujeres en Ciencias, Ingenierías y Humanidades. Sin embargo, aún falta lo principal: implementar acciones afirmativas que garanticen la paridad de género.

Acciones afirmativas y paridad de género: una obligación, no una opción

El VIII Congreso y las autoridades universitarias actuales no pueden seguir evadiendo esta discusión. Se requieren reformas estatutarias que garanticen la paridad en órganos de decisión y que implementen medidas afirmativas claras: concursos y becas exclusivas para mujeres, criterios diferenciados de admisión para poblaciones históricamente marginadas (como ya aprobó el CU algunas) y políticas de contratación que eliminen carteles diseñados a la medida de unos pocos, no pocas veces cercanos a centros decisorios.

Quien objete estas medidas bajo el argumento de “discriminación inversa” desconoce que tratados internacionales como la Cedaw o la Convención de Belém do Pará, ambos ratificados por Costa Rica, obligan al Estado —y, por ende, a la universidad pública— a aplicarlas. Estos tratados están por encima de la Constitución Política y de la autonomía universitaria la cual nunca puede usarse para justificar retrocesos sino para potenciar posiciones humanistas y nada más humanista que disminuir brechas entre seres humanos. Las acciones afirmativas no son concesiones, sino compromisos éticos y jurídicamente vinculantes.

La paridad de género como justicia democrática

El Estatuto Orgánico de la UCR establece que su misión es contribuir a la justicia social y al bien común. Hoy, esa misión exige que la universidad asuma con seriedad la paridad y la perspectiva interseccional de género.

No basta con sumar más nombres de mujeres en listas o fotos institucionales. Se trata de transformar las estructuras que las excluyen, de abrir espacios de poder real y de garantizar que la academia costarricense deje de reproducir las mismas desigualdades que afuera criticamos.

El VIII Congreso Universitario o reafirma una universidad que se moderniza sin democratizarse, o inaugura un camino donde las mujeres universitarias dejan de ser satélites de focos de poder y pasan a ser protagonistas de la historia académica en igualdad de condiciones que sus pares hombres.


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Rosaura Chinchilla Calderón
Docente, Facultad de Derecho de la UCR
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